Autor: Aurelio Suárez Montoya.
Ediciones Aurora, 2007. 221 páginas.
Por: Mario Alejandro Valencia, comité de redacción de Deslinde.
Aurelio Suárez Montoya es, quizá, uno de los pocos colombianos que puede demostrar su conocimiento profundo de las condiciones del campo nacional, no sólo por su avanzado nivel teórico, sino porque ha recorrido palmo a palmo sus territorios.
Este nuevo libro que nos presenta Aurelio Suárez es una recopilación de ambas experiencias. Por un lado, tiene un serio y completo análisis histórico de la agricultura del país y, por el otro, a partir de la realidad presente y de la negociación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y de la exposición a la cual quedará sujeta, plantea un sombrío panorama futuro en el marco de la globalización contemporánea donde quedan excluidos los alimentos básicos –cereales y oleaginosas- del campo nacional y se adopta la especialización del sector en productos tropicales. Se consolidará una agricultura de tipo colonial.
La primera parte del libro muestra el devenir de la agricultura nacional siguiendo elementos que según el autor han sido estructurales en su conformación. La estructura de la propiedad rural, la producción de alimentos (estimando en kilos por habitante la dotación básica), la economía cafetera, la remuneración del factor trabajo y el hato ganadero.
En cuanto a las políticas públicas hacia el agro, Suárez devela su casi total ausencia durante cerca de un siglo, con excepción de los fallidos intentos por consolidar exportaciones en bienes en los cuales se suponía existía ventaja comparativa, acorde con los teoremas de David Ricardo entonces en boga. Sin embargo, ya entrado el siglo XX era todavía notoria la falta de aplicación de tecnología o de capital en los campos. Solo hasta 1913, con la creación del Ministerio de Agricultura, se impulsó la utilización de fosfatos, cales y potasa. Excepto la expansión cafetera, ocurrida desde el último cuarto del siglo XIX, nada modificó las condiciones del atraso rural marcadas desde la Colonia. Parte del trabajo de Suárez consiste en mirar cuál de los factores de producción es el que incide en el crecimiento del sector en cada periodo. Hasta 1950, asegura, que la tierra fue el elemento dinámico.
A partir de entonces, se aborda un periodo de “modernización” de la agricultura ya bajo las orientaciones de la política estadounidense que comenzó a imponerse en estos países en la segunda posguerra a través de misiones especiales y de instituciones internacionales. A diferencia de lo presentado en el primer periodo de análisis, en esta etapa el desarrollo agrícola se apalancó mediante la introducción de capital en forma de crédito, proveniente de los organismos multilaterales, con el propósito de promover un nuevo modelo tecnológico, conocido como la “revolución verde” y consecuente con la necesidad norteamericana de colocar excedentes de capitales y de mercancías en mercados externos. A través del CIAT, la AID, la fundación Rockefeller, la fundación Kellog’s, entre otros, bajo la mampara del “desarrollo tecnológico”, se dedicaron a incentivar cultivos y semillas que requerían mayores sumas de capital de trabajo para inversión inicial, produciendo una agricultura que dependía en alto grado de herbicidas y fertilizantes y la venta de semillas modificadas genéticamente. Los paquetes técnicos incorporados ocasionaron que los insumos fueran el ítem más importante en la estructura de costos del sostenimiento de los cultivos seleccionados, siendo inclusive superiores a los ingresos percibidos por las cosechas. Se montó un esquema de traslado de valor desde el agro hacia el oligopolio productor de agroquímicos y hacia las entidades prestamistas. No todos los productos se incorporaron a este nuevo diseño; a otros, como el trigo y la cebada, se les decretó la extinción por la vía de las importaciones subsidiadas o como el maíz, el cual se empezó a sustituir por el sorgo. En este periodo, como lo indica el autor, la alta concentración de la tierra no se modificó. Según sus investigaciones, entre 1960 y 1984, de cada 100 hectáreas que se incorporaron a la frontera agrícola más de la mitad fueron para predios de más de 500 hectáreas y menos del 4% para los de menos de 20 hectáreas.
Aurelio Suárez también acomete la explicación del resultado de la aplicación del modelo neoliberal desde 1991 y cómo se fraguó la eliminación de las formas campesinas y capitalistas de la producción nacional de bienes transitorios. Esto, combinado con la problemática cafetera, inducida también por el neoliberalismo al decretarse la equiparación de los precios internos de compra de las cosechas con las cotizaciones internacionales del grano, ocasionó una crisis recurrente, en 1992, 1996 y 1999, que se ha convertido en estructural. En este lapso se hizo todavía más desigual la distribución de la propiedad rural (como que el 0,4% de los propietarios controla el 65% del suelo) y se ahondó en la especialización en bienes como palma aceitera y caña de azúcar. Es lo que el autor llama acertadamente “peor de lo mismo” para calificar la política agropecuaria de Álvaro Uribe en cinco años. Prueba de ello es que el factor dinámico del sector es la productividad del trabajo, remunerada en más del 60% de todos los trabajadores rurales con salarios inferiores al mínimo legal. Desde 1990, hay un marcado retroceso productivo del campo.
En cuanto al TLC, en tanto éste eliminará todos los mecanismos de protección de los agricultores colombianos, Estados Unidos, cuya agricultura, tal como lo narra el autor, ha gozado de avances técnicos importantes desde finales del siglo XVIII, de políticas públicas de apoyo con cuantiosos recursos desde hace más de un siglo y de un sistema distributivo de la tierra más equitativo que el de Colombia, mantendrá sus enormes subsidios; el resultado es la licencia para la venta de los excedentes de producción norteamericanos a precios por debajo de sus costos de producción; es decir, el dumping.
Este completo panorama le permite concluir al autor que el atraso de la agricultura colombiana se debe fundamentalmente a que el país nunca tuvo la oportunidad de hacer el tránsito desde el feudalismo hacia el capitalismo. La crisis, entonces no se debe al desarrollo capitalista, sino precisamente a la falta del mismo, por haber adoptado, desde el inicio de la vida republicana, políticas encaminadas a satisfacer la voracidad de los grandes hacendados y, especialmente después de 1950, de las empresas norteamericanas tanto del sector de insumos agroquímicos como de comercialización y producción estadounidenses. Aurelio Suárez reitera que el escaso desarrollo agrícola del país obedece precisamente a que el interés oficial se concentrado en el otorgamiento de beneficios a dichos agentes y no a posibilitar la acumulación de los productores nacionales y por ende, la reinversión de capital en el sector. El TLC es un paso más profundo en esa dirección. Esto permite reiterar que, al acentuarse el modo de producción colonial, que se dedica al cultivo de géneros tropicales se enfrenta una globalización que antes que integrar las distintas agriculturas del mundo, las segrega.
Las personas que hemos tenido la fortuna de estudiar el libro ‘Economía de la Agricultura’, de Jesús Antonio Bejarano, y que sentimos que con su asesinato se cancelaba el debate sobre el modelo agrícola colombiano, vemos con entusiasmo como Aurelio Suárez Montoya, con su profundo conocimiento y admirable compromiso, enarbola tan importante bandera y da valiosos elementos de estudio y análisis para continuar la contienda por la defensa de la agricultura nacional y la soberanía alimenticia colombiana. Esa lucha iniciada por personas como Jorge Enrique Robledo y Ángel Maria Caballero, cuando fundaron la Asociación Nacional por la Salvación Agropecuaria, dirigida hoy por Aurelio Suárez Montoya, ha logrado que miles de campesinos, empresarios y dirigentes reconozcan como cierto el camino que esta valiosa organización ha trazado.