El Tratado de Libre Comercio entre Colombia y los Estados Unidos tiene 1.600 páginas, 24 capítulos, miles de cláusulas, anexos y archivos adjuntos. Uno de esos es el llamado capítulo de Inversiones, que es el capítulo número 10. En él se pretende dar unas garantías especiales a los grandes capitalistas. Por eso, los contratos que las empresas privadas tienen con el Estado, las inversiones extranjeras en fábricas, industrias, empresas de servicios, agricultura, minas, explotaciones petroleras y carboníferas, la deuda pública, entre otros, serán beneficiarios de ventajas especiales que quedaron acordadas en ese Tratado.
Dentro de estas ventajas existe una muy importante: no podrán modificarse las condiciones con las cuales se pactaron ya los contratos entre los inversionistas privados y las distintas ramas del poder público. Si por algún motivo la Nación, los Departamentos, los Municipios o el Distrito Capital de Bogotá, mediante disposiciones administrativas o leyes de la República, ordenanzas o acuerdos municipales, deciden el cambio en los contratos, bien sea por razones laborales, ambientales o bien para mejorar la participación pública en los ingresos que se derivan en los respectivos convenios o por cualquier otro motivo, las empresas quedarán con la potestad de poder demandar ante tribunales internacionales, conocidos como tribunales de arbitraje. (Esto verse en los artículos 10.15 al 10.27 del TLC). Estos tribunales no resuelven las controversias acorde con las leyes de cada país, sino según las normas que rigen el mundo de los negocios. Ya, en algunos tratados que Estados Unidos ha firmado, se han producido decenas de demandas contra entidades estatales que casi siempre han fallado a favor de las multinacionales, causándoles millones de dólares de beneficios.
En el caso de Bogotá, de aprobarse el TLC, no podrían cambiarse, por ejemplo, los contratos entre los operadores de los buses articulados y la empresa Transmilenio, los acuerdos entre los concesionarios privados, que hacen la gestión comercial y técnica, con la Empresa de Acueducto, o los arreglos convenidos en torno a la administración y la estructura de propiedad entre la Empresa de Energía de Bogotá y los socios privados internacionales, entre otros. Eso quiere decir que las empresas privadas de transporte, las firmas recaudadoras y fiduciarias, se quedarían a perpetuidad con el 96% de los ingresos del sistema de transporte masivo de Bogotá, que la Empresa de Acueducto quedaría “amarrada” a las condiciones ventajistas que favorecen a los “gestores” privados o que en el manejo de la Empresa de Energía y de sus filiales, CODENSA, EMGESA y ECOGÁS, las prerrogativas injustas que hoy tienen las empresas españolas se mantendrán por tiempo indefinido.
Por ello, los bogotanos tenemos unas razones especiales, adicionales a las del resto de los colombianos, para resistir a la aplicación del TLC y, desde luego, para oponernos a los candidatos que, con el aval del gobierno de Uribe, quieren ratificar, en contra de la mayoría de los ciudadanos, los enormes beneficios de los que han disfrutado las empresas multinacionales e incluso incrementarlos. Los impactos negativos del TLC en la Capital de la República son cuantiosos y se suman a los muy graves que produjo la reciente reforma constitucional al régimen de Transferencias, apoyada por los partidos uribistas, que recortó los dineros para la educación y la salud públicas y el saneamiento básico. Por todo lo anterior, las políticas de Uribe constituyen la principal amenaza para los bogotanos, porque agravan los males que la ciudad ha padecido por años y tienden a entronizarlos.